lunes, 19 de octubre de 2009


Es como un suave susurro en mi oído... Un bichito violeta con alas rosa, vuela violetamente junto a tu ventana, no lo espantes, tiene un mensaje para ti o si no, no te dirá, porque el bichito es cobardemente tímido...

No es real, solo fueron sueños qe se perdieron y por aburridos fue a caer a mi pies, fácilmente los recogí con el cuidado qe no merecían. 
No es real, solo era así, ...
tan así, qe yo lo creía verdadero, factible... Nunca lo fue.
Campos de colores arriba del mar

El cielo cae a mis pies... el viento frío besa tus ojos haciéndolos llorar... Será real al fin?
                            No me mires así, 
no lo veas asi
                                  El bichito no tiene la culpa de ser tan violeta.

viernes, 2 de octubre de 2009

La niña de los ojos de color aceituna caoba, voluntad fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como la esperanza boreal y el alba, gentil como un cuento del tiempo. Ya veréis, que hay algo mejor que el afilado hierro para encender la púrpura de las lindas mejillas puras; y que es preciso abrir puerta de la jaula de las avecitas encantadoras, sobre todo cuando llega el tiempo de la primavera y hay ardor en la venas abiertas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas entreabiertas. La niña empezó a entristecerse en tanto que sus ojos llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas.
 -Te he comprado dos galaxias... -No las quiero, mamá... -Entonces?... -Estoy triste, mamá... -¡Pues que se llame al doctor!...
Y llegaron las antiparras de aros de carey, los guantes negros, la calva ilustre, ascetismo y el cruzado levitón. Ello era natural..., el desarrollo..., la edad... Síntomas claros, falta de apetito existencial, algo como una opresión en el pecho, tristeza,  a veces punzadas de melancolía en las sienes... Ya sabéis; "Dad a vuestra diosa glóbulos de ácido arsenioso".  II El tratamiento...  Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos, al comenzar las primaveras, la niña de los ojos de color aceituna caoba, que llegó a estar fresca y radiente como una rama de durazno en flor. A pesar de todo, las ojeras persistieron, la tristeza continuó, y la niña, pálida como un precioso marfil, llegó un día a las puertas de la muerte. Todos lloraban por ella en el palacio, y la sana y sentimental mamá hubo de pensar en las palmas blancas del ataúd de las doncellas. Hasta que una mañana, la lánguida anémica bajó al jardín, sola, y como siempre con su vaga atonía melancólica, a la hora en que el alba ríe. Suspirando erraba sin rumbo, aquí, allá, las flores estaban tristes de verla. Se apoyó en el zócalo de un fauno soberbio y bizarro, que, húmedos de rocío sus cabellos de mármol, bañaba en luz su torso, espléndido y desnudo. Vio un lirio que erguía al azul la pureza de su cáliz blanco, y estiró la mano para cogerlo. No bien había… -Sí, un cuento de hadas, pero ya verás sus aplicaciones en una querida realidad-; no bien había tocado el cáliz de la flor, cuando de él surgió de súbito un hada, en su carro áureo y diminuto, vestida de hilos brillantísimos e impalpables, con su aderezo de rocío, su diadema de perlas y su varita de plata. ¿Crees que la niña se amedrentó? Nada de eso. Batió palmas, alegre, se reanimó como por encanto, y dijo al hada: -¿Tú eres la que me quieres tanto en sueños? –Sube –respondió el hada. Y como si la niña se hubiese empequeñecido, de tal modo cupo en la concha del carro de oro, que hubiera estado holgada sobre el ala corva de un cisne a flor de agua. Y las flores, el fauno orgulloso, la luz del día, vieron cómo en el carro del hada iba por el viento plácida y sonriendo al sol, la niña de los ojos de color de aceituna, fresca como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul. Cuando la niña, ya alto el divino cochero, subió a los salones por las gradas del jardín que imitaban esmeraldina, todos, la mamá, la prima, los criados, pusieron la boca en forma de "O". Venía ella saltando como un pájaro, con el rostro lleno de vida y de púrpura, el seno hermoso y henchido, recibiendo las caricias de una crencha castaña, libre y al desgaire, los brazos desnudos hasta el codo, medio mostrando la malla de sus casi imperceptibles venas azules, los labios entreabiertos por la sonrisa, como para emitir una canción. Todos clamaron: -¡Aleluya! ¡Gloria! ¡Hosanna al rey de los Escolapios! ¡Fama eterna a los glóbulos de ácido arsenioso y a las duchas triunfales! Y mientras la niña corrió a su gabinete a vestir sus más ricos brocados, se enviaron presentes al viejo de las antiparras de aros de carey, de los guantes negros, de la calva ilustre y del cruzado levitón. Y ahora, oíd, cómo hay algo mejor que el arsénico y el hierro para eso de encender la púrpura de las lindas mejillas virginales. Y sabrás, cómo no, no fueron los glóbulos; no, no fueron las duchas; no, no fue el farmacéutico quien devolvió la salud y la vida a la niña, la niña de los ojos color de aceituna caoba. Así que la niña se vio en el carro del hada, le preguntó: -Y ¿adónde me llevas? –Al palacio del Sol. – III La Cura Oro y brotes del árbol de la vida, luego duchas de mares e inducirla al todo en sueño de una existencia humana Y desde luego sintió la niña que sus manos se tornaban ardientes, y que su corazoncito le saltaba como henchido de sangre impetuosa. –Oye –siguió el hada-: yo soy la buena hada de los sueños de las niñas adolescentes: yo soy la que curo a las cloróticas con solo llevarlas en mi carro de oro al palacio del Sol, adonde vas tú. Cuida de no beber tanto el néctar de la danza, y de no desvanecerte en las primeras rápidas alegrías. Ya llegamos. Pronto volverás a tu morada. Un minuto en el palacio del Sol deja en los cuerpos y en las almas años de fuego, niña mía. En verdad, estaba en un lindo palacio encantado, donde parecía sentirse el Sol en el ambiente. ¡Oh, qué luz, qué incendios! Sintió la niña que se le llenaban los pulmones de aire de campo y de mar, y las venas de fuego; sintió en el cerebro esparcimientos de armonía, y cómo se ponía más elástica y tersa su delicada carne de mujer. Luego vio sueños reales, y oyó músicas embriagantes. En vastas galerías deslumbradoras, llenas de claridades y de aromas, de sederías y de mármoles, vio un torbellino de parejas arrebatadas por las ondas invisibles y dominantes de un vals. Vio que otras tantas anémicas, como ella, llegaban pálidas y entristecidas, respiraban aquel aire y luego se arrojaban en brazos de jóvenes vigorosos y esbeltos, cuyos brazos de oro y finos cabellos brillaban a la luz, y danzaban, con ellos, en una ardiente estrechez, oyendo requiebros misteriosos que iban al alma, respirando de tanto en tanto como hálitos impregnados de vainilla, de haba de Tonka, de violeta, de canela, hasta que con fiebre, jadeantes, rendidas, como palomas fatigadas de un largo vuelo, caían sobre cojines de seda, los senos palpitantes, las gargantas sonrosadas, y así, soñando, soñando en cosas embriagadoras… ¡Y ella también cayó al remolino, al maestro atrayente, y bailó, y gritó, pasó entre los espasmos de un placer agitado!; y recordaba entonces que no debía embriagarse tanto con el vino de la danza, aunque no cesaba de mirar al hermoso compañero, con sus grandes ojos de mirada primaveral. Y él las arrastraba por las vastas galerías, ciñendo su talle y hablándola al oído en la lengua amorosa y rítmica de los vocablos apacibles, de las frases irisadas y olorosas, de los períodos cristalinos y orientales. Y entonces, ella sintió que su cuerpo y su alma se llenaban de sol, de efluvios poderosos y de vida. ¡No, no esperes más! El hada la volvió al jardín de su palacio, al jardín donde cortaba flores envuelta en una oleada de perfumes, que subía místicamente a las ramas trémulas para flotar como alma errante de los cálices muertos. ¡Madres de las muchachas anémicas! Las felicito por la victoria de los arseniatos hipofosfitos del señor doctor. Pero en verdad les digo: es preciso, en provecho de las lindas mejillas, abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo en el tiempo de primavera, cuando hay ardor en las venas y en las savias, y mil átomos de sol abejean en los jardines como un enjambre de oro sobre las losas entreabiertas. Para sus cloróticas, el sol en los cuerpos y en las almas. Sí, el palacio del Sol, de donde vuelve las niñas, niñas como la de esta historia, la de los ojos color de aceituna, frescas como una rama de durazno en flor, luminosas como un alba, gentiles como la princesa de un cuento azul.